La universidad en América Latina y el Caribe ha estado expuesta al reformismo universitario desde que Andrés Bello definiera el proyecto: “recepción y difusión crítica del pensamiento científico”. Pero ni las reformas liberales del medio siglo XIX en el continente, ni los gobiernos conservadores y liberales que después se sucedieran en el pasado siglo, verbigracia de las nefandas dictaduras, lograron trazarle un rumbo a la universidad en el que la autonomía, la libertad de cátedra y la excelencia académica fueran la constante de un ascenso hacia la construcción de una cultura de vida y convivencia. Ni las escuelas normales ni la Escuela Nueva de los años cincuenta del siglo XX, ni el tránsito al modelo universitario norteamericano en los años sesenta y setenta (después de Punta del Este), ni la educación popular de Paulo Freire, ni mucho menos las bondades “neoliberales” de autorregulación y estándares de los últimos años han logrado definir el proyecto de la universidad y de la educación en general, como una permanente construcción para estar a la altura de la sociedad de su tiempo y para señalarle la ruta a la misma sociedad de su tiempo.